Mama? que haces aquí? [Hermione]

Era de noche y aunque había tenido clases todo el día realmente no me sentía muy cansada, al contrario tenia ganas de hacer algo, de salir a caminar o hasta de ir al pueblo aunque sabia que esta era una idea que podría traerme mas problemas de los deseados, las cosas últimamente estaban algo tensas y seria de locos ir al pueblo...Suspire para relajarme recostada en mi cama, mis compañeras de habitación ya estaban dormidas, solo me quedaba hacer lo mismo.

Un poco resignada baje a la sala común como ultima alternativa, de pronto encontraría algo por hacer o tal vez simplemente podría aburrirme lo suficiente como para que el sueño y cansancio viniera a mi, al descender por las escaleras note que un gran silencio invadía toda la torre sur, por lo que rápidamente me di cuenta que era de las únicas que se encontraban despiertas. Como era de esperarse la sala común estaba solitaria y con la chimenea a un lanzando débiles llamas que mantenían cálido el lugar. Suiza podía llegar a ser mas fría que londres por lo que continuamente extrañaba el si se puede decir "caliente" clima de mi antiguo colegio.

Me senté en una de las sillas cercanas al fuego pero que también me dejaban ver por el gran ventanal que allí había, una noche tranquila, oscura pero con el cielo despejado, así que las estrellas se alcanzaban a ver. Respire profundo y espere que el sueño llegara a mi, pero paso todo lo contrario pues escuche unos pasos que se acercaban desde las escaleras inferiores, alguien acababa de entrar a la torre y ahora subía hacia la zona de las habitaciones. Instintivamente tome mi varita sujetándola con fuerza lista para cualquier cosa; la puerta se abrió lentamente y vi a la figura de una mujer entrar por ella, por un momento no la reconocí pero al ver que era mi madre sonreí alegre pero preocupada y guarde mi varita

Hermione se paró un momento a descansar de su carrera sobre mojado, agradeciendo haberse puesto las bambas que, pese a no ser la prenda más elegante del mundo, la habían ayudado a aguantar todo el día de pie. Los problemas en el mundo mágico parecía que caían en cascada, uno detrás del otro, acumulándose en los bajos de esta y haciéndose cada vez más grandes, mientras que el Ministerio, dónde ella trabajaba, hacia lo posible por solucionarlo. El clima, empático a tal lluvia de problemas, enviaba su propio aguacero, empapando las calles del pequeño pueblo colindante a la universidad, dónde parecía ser el foco de los problemas. Hermione se resguardó en el interior de la gran mansión victoriana dónde se daban a cabo las clases de la universidad y, a la vez, residencia para estudiantes. Llevaba poco tiempo allí, pues hacía poco que habían trasladado a Ron y ella, como jefa del departamento de Relaciones Muggles, debía trabajar en el caso de los ataques con fiereza, aunque de momento, la información que tenían era escasa o totalmente nula. Un suspiro rompió la quietud del vestíbulo, solo molestada por el choque de las gotas contra el suelo que la melena castaña de Hermione desprendía, unas gotas provocadas por la misma lluvia que la había hecho refugiarse. Ella sacó la varita, murmurando lumos suavemente y casi inaudiblemente y dejándose guiar por la luz que la varita desprendía hasta la sala común.

Habría podido aparecerse en casa y alejarse del lugar, pues la luna reinaba ya alta en el cielo, lo que le indicaba que llevaba demasiadas horas trabajando. El caso la absorbía demasiado, motivada por una preocupación hacia sus hijos y su marido que era casi demencial y movida por los hilos de la investigación que eran demasiado cortos para sacar nada en claro. Aunque la Universidad tenía sus propias defensas, el hecho de que tanto Ron como Rose y Hugo estuvieran viviendo aquí, a la merced de esos sanguinarios muggles, se le erizaba la piel de preocupación. Tanto Rose como Hugo se habían trasladado a vivir a la Residencia y aunque ellos tenían la casa cercana y todos se podían aparecer, sus visitas eran más puntuales y más cuando empezaban los exámenes. Ella sentía como una luz se apagaba en su corazón cada vez que veía partir a sus hijos, preguntándose si sería la última. Odiaba vivir así, con el miedo enganchado a su piel cual lapa.

Tales pensamientos funestos le provocaron unas ansias insanas de abrazar y hablar con su hija. Sería casi madrugada, pero esa ansiedad iba creciendo, así que decidió probar suerte en la sala común cercana a su habitación. El camino hacia allí fue silencioso y lo hizo solo alumbrándose con la luz de la varita, pues todas las almas del lugar descansaban ya en sus camas y no había necesidad de alumbramiento alguno. Al fin, llegó hasta la puerta que la separaba del lugar, abriéndola con cuidado por si despertaba algún alumno despistado que se hubiera quedado dormido sobre las mullidas butacas. Su rostro pasó de la cautela a la alegría al ver a Rose despierta, contemplando las llamas de una hoguera moribunda, las cuales se reflejaban en sus ojos y arrancaban destellos de su rosada melena. Aún así, no dejó que ella vislumbrara la ansiedad que la había sobrecogido, escondiéndola detrás de una sonrisa feliz y amable dirigida a su primogénita. – Rose. – Dijo con alegría, en un tono algo alzado, mientras se acercaba a ella y la rodeaba con sus brazos. – ¡Qué alegría verte! – Su voz destilaba sinceridad y ese júbilo de la que hablaban sus palabras.

Durante unos largos instantes, Hermione se perdió en el calor que el cuerpo de su hija, calentado al son de la hoguera que alumbraba la habitación con un parpadeo tintineante, parecía iluminar la oscuridad que durante unos minutos había inundado el alma de la madre, provocándole esa ansiedad venida del miedo. El abrazo duró apenas unos segundos, pero reconfortó en sobremanera a Hermione, pues con lo ocupada que estaba ella y la vida de su hija en la universidad, apenas tenían tiempo para ellas como antaño habían disfrutado. Una lágrima luchó por salir, pero ella la aguantó, consciente de que Rose malinterpretaría la gota salada por algo mucho peor de lo que era. Solo una madre podría entender ese sufrimiento al imaginar a uno de sus retoños sufriendo y esas lágrimas de alivio que combatían por escapar de sus ojos al comprobar el estado de sus hijos.

Hermione deshizo el abrazo con una sonrisa, transmitiéndole una tranquilidad que no sentía hacia su hija. La contempló, como si miles de años las separaran de su último encuentro y acarició imperceptiblemente un mechón de pelo rojizo, como el fuego, entre sus dedos. Su sonrisa fue correspondida por otra más luminosa que la suya propia, originaria del rostro de su hija. La sombra de preocupación que se escondía debajo de su tez parecía ser también similar a la de Hermione y entendió que el tema del asesinato de magos la preocupaba a ella también. Su voz, pero, parecía ajena a toda esa preocupación que consumía a la mayor, en un tono sincero y alegre ante el reencuentro de madre e hija. – [color:15d4= #B40404]¿Cómo estás, hija? – Le preguntó, sentándose cerca de ella, en un lugar dónde el fuego era suficiente lámpara para ellas. Se soltó el moño que le recogía el pelo, en un ademán natural y confiado que su hija había visto mil veces durante su infancia y se lo secó, usando la varita para ello, mientras seguían charlando. Ante su pregunta preocupada, sonrió de forma tranquilizadora. – Todo está bien, Rose. – Dijo, su voz era un espejo del dibujo de sonrisa de su rostro. – Nadie ha sufrido daño alguno. Solo estoy aquí por trabajo, ya sabes cómo se alargan los turnos cuando hay problemas. – Le habló con total sinceridad, pues sabía el conocimiento acerca del tema que tenía su hija y a ella no le escondía nada. - ¿Cómo está Hugo?

Durante su estancia en Hogwarts, había vivido momentos así, en que los problemas solo aumentaban, acompañados de una incertidumbre general, mientras que los adultos, tanto los profesores como Dumbledore, escondían la causa a los alumnos, buscando su protección. Ella, sabedora de que el conocimiento es poder, investigaba por sí misma, incapaz de concebir la ignorancia como una forma de seguridad. Al crecer, se prometió a si misma que nunca sembraría ese tipo de incertidumbre en sus hijos y así había intentado educarlos siempre. Por eso, tanto Hugo como Rose sabían de la existencia de la Horda Blanca y de los asesinatos, pues Hermione les contaba todo lo que pudiera ayudar para salvarlos de esos fanáticos pirómanos.

Su melena lucía ya seca y algo encrespada y Hermione la peinó distraídamente con los dedos mientras contemplaba a su hija, escuchando sus respuestas. Las hebras castañas caían sobre sus hombros hasta la altura del antebrazo, jugueteando entre sus dedos como mariposas caprichosas. Los ojos castaños de la Granger obviaban este juego, clavándose fijamente en el rostro de su hija, bebiendo de cada momento en su compañía, pues no podían disfrutar de muchos así. La sonrisa era la mejor decoración para dicho encuentro y ella la explotaba al máximo, sabiendo que en los tiempos que corrían, una sonrisa era casi más valiosa que el dinero. - ¿Qué tal los chicos? – Preguntó, llegando a un nivel de confianza mayor que solo con ella era capaz de adquirir, mientras su mirada se tornaba pilla. La confianza que las unía era grande y profunda y ese tipo de temas no eran extranjeros en sus conversaciones. Alargó una mano, tocando su pierna en una ademán cariñoso, indicándole que fuera la que fuera la respuesta, no encontraría rechazo en su alma ni en sus palabras.